Me adentré en las profundidades de aquel espeso bosque lleno de color y fantasía. Huía de mi pasado aunque, más que eso, lo que hice fue huir de mi propia vida.
No recuerdo exactamente el momento en que ocurrió pero lo único que sé es que me encontraba yaciente sobre un lecho de hojas otoñales. Mis ojos observaban el eterno cielo azul que tantas veces había visto; las largas ramas de los árboles lo cubrían como si intentaran ocultarlo. Un ave reposaba en una de las ramas de uno de los árboles y me miraba, altivo, con ojos de carbón y alma salvaje. Los árboles, -sí, los árboles nuevamente- estos gigantes que proporcionan vida a todo ser viviente, se mantenían fuertes, enhiestos y robustos imponiendo cierta autoridad sobre la naturaleza. Y allí, entre tanta belleza, me encontraba yo. ¿Qué era yo realmente? ¿Una persona, un animal? ¿Un animal de mente racional? ¿Una persona de mente animal? No lo sabía. Mis preguntas se hicieron en vano y mi mente se las llevó sin proporcionar respuesta alguna. El eco de mis inútiles cuestiones resonaba en mi cabeza una y otra vez creando nuevas y absurdas interrogaciones.
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