Todo empezó un día como cualquier otro, en el más frío mes de enero que jamás presencié. Aquella hermosa y gélida mañana me desperté con el frío de la calle alojado en los huesos. Alcé la vista y pude comprobar que la ventana estaba abierta de par en par dejando pasar el aire helado que hacía contonear mis cortinas moradas. Me levanté de mi frágil cama y fui rápidamente a cerrarla. Se había abierto por la noche a causa de la corriente de aire que había continuamente en aquel edificio de unas condiciones muy poco propicias para poder vivir bien.
El reloj de pared marcaba la hora haciendo sonar su aburrido tic-tac a la par que el péndulo se movía de un lado hacia otro; eran las diez y media.
Caminé hacia la cocina y me preparé un café bien cargado. Fue allí donde percibí una presencia no humana, sino animal. Las cucarachas de mi cocina correteaban por los armarios, el suelo y… la basura. Esa basura que debí tirar hace unos días se amontonó, se amontonó hasta formar una plaga pestilente y purulenta que me costó bastante erradicar.
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